Una tarde de agosto. Recorro las calles del barrio parisino de Marais siguiendo los pasos del Libro de réquiems (Edhasa), de Mauricio Wiesenthal. Poco antes había observado desde mi buhardilla en el barrio de Ópera los tejados de mis vecinos, y me imaginaba a Mimí en el aria Quando m’en vo (La Bohème). Muchas vidas, y mucha historia desde allí arriba.
Wiesenthal dice que «ser europeo es vivir en un pequeño continente que puede recorrerse a pie. Y el pie es, también, una medida de la poesía…». Y constato esta medida durante un paseo por las calles del barrio judío y la plaza de Los Vosgos. Traslado de un lado a otro el Libro de réquiems a modo de guía y me dejo llevar por las calles de ese París lleno de referencias. Me impone la presencia de la habitación de Marcel Proust, ahora en el museo Carnavalet y me lleno de su tiempo y del camino de Swann hasta llegar a la Place des Vosges. Es un día soleado, pero ya la tarde ha llenado de melancolía el recuerdo que se esconde entre los balcones y las chimeneas admirables que parecen de otro tiempo. La literatura posee también ese lado obsesivo. Y, a fuerza de meternos en los libros, necesitamos verlos o intuirlos en la vida. Viajar puede ser para algunos algo más que transitar por calles y autopistas.
Y, claro, allí, en aquella esquina veo una bandera francesa ondeando en un balcón, el que fuera el balcón de Victor Hugo. En la misma acera, siguiendo la ruta de los soportales, veo las mesas de la terraza del Restaurant La Place Royale justo al lado de la casa de Madame Sêvigné. Si la felicidad se puede vestir de alguna manera, en parte, creo, puede hablar francés y se acompaña suntuosamente por el sabor del foie y el aroma del borgoña. Mientras miro el color de picota del vino, me acuerdo de unas jugosas reflexiones que había leído esa misma mañana mientras recorría el trayecto entre Clemond-Ferrand y París. Mauricio Wisenthal habla sobre sus lecturas de juventud y recuerda aquellos aventureros primeros años de su vida. Él cree que hay notables diferencias entre los lectores de Camus y Sartre de aquella época. Por lo visto, o una cosa o la otra. Los lectores de Camus -dice- «teníamos las novias más guapas, más intrépidas y audaces». En cambio, «los secuaces de Sartre solo salían con niñas freudianas y marxistas. Intelectuales pragmáticas y miopes». Tampoco está mal esa otra manera de ver las cosas.