Hacemos multitud de fotos con nuestros teléfonos móviles cuando viajamos. Pero el trayecto por el mundo es algo más que planos acertados. Detrás de esas imágenes intencionadamente turísticas nadie explica aquello que realmente buscamos.
Dice Mempo Giardinelli en Final de novela en la Patagonia que este es «un lugar insólito, infinito» y estoy de acuerdo. Un lugar transitado por personajes locos desde el principio de los tiempos. Algunos hasta dejaron sus pueblos, situados al otro lado del mundo, en algún rincón de Europa, para instalarse en una tierra que no ofrecía nada palpable, aunque si, grandes dosis de libertad.
Entre la libertad y el misticismo, la Patagonia me ha dado algo más que su paisaje, viento y caminos polvorientos, también leyenda literaria. El primer fogonazo, en Puerto Madryn, la puerta de entrada a Península de Valdés. En un día soleado y, por suerte, con marea baja, subida en la atalaya desde la que se controlan dos golfos, diviso la isla de los pájaros, tan parecida a la ilustración de la boa que se traga un elefante que dibujó Saint Exupery en El Principito, que me dieron escalofríos. El escritor francés viajó en su avioneta por encima de los Andes y vivió grandes aventuras nevadas. Después regalaría al mundo su Le Petit Prince y esta imagen inspirada en el paisaje.
Viajar es una búsqueda, una esperanza, nuevos lugares y referencias. Son sueños que llegan a cumplirse. Solo hay que llenar una maleta con unas cuantas cosas. Lo demás lo pone el mundo y sus lugares recónditos.
Mi principal objetivo en mi viaje a la Patagonia era verlas. A ellas, a las ballenas francas. Quien sabe por qué aguardaba cumplir con ese deseo desde hacía tiempo. Al final pude hacerlo realidad ese día en Puerto Pirámide, donde estos bondadosos y gigantescos animales acuden todas las primaveras australes para reproducirse. Un día memorable aquel en el que divisé el elefante tragado por una boa de El Principito y en el que un ejemplar de ballena madre de 15 metros, su hijo, de 6 m y yo pudimos saludarnos. Vi como de su cabeza salía el vapor expulsado por sus pulmones y el mundo se detuvo durante muchos minutos. Después todo continuó girando y me alegré. Me alegré de haber llegado hasta allí. Y sonreí aliviada a los caballos salvajes, las ovejas imprescindibles, los guanacos sorprendentes, los ñandús seguidos por sus crías y las maras, un curioso roedor que se parece a la liebre.
Bruce Chatwin viajó de norte a sur de Argentina buscando su sueño infantil y después escribió En la Patagonia. Lo busqué y encontré en una librería-teatro, El Ateneo, de Buenos Aires. Un espectáculo para el libro, que se distribuye por la platea, por los palcos y hasta en los camerinos. Encaramada en el escenario, convertido en cafetería, degusté las primeras páginas mojadas en un te con menta. Así, mi viaje entró en la dimensión del recuento.
«La Patagonia empieza en Río Grande», dice Chatwin. A partir de ahí somos testigos de excepción de un pasado que dejó por aquí su huella imperturbable. En Trelew recordamos a los primeros 150 galeses que llegaron en 1865 en un barco llamado Mimosa. «El único caso de colonización pacífica de la historia, aunque muchos se fueron, porque no aguantaron», cuenta Paula, que nació en esta ciudad de 100.000 habitantes, aunque no es descendiente de galeses. Aquellos pioneros se instalaron en el valle del rio Chubut, que da nombre también a la provincia. En la lengua de los Tehuelches, Chubut significaba algo así como tortuoso o transparente, en referencia al río. Hoy en día los galeses no se diferencian del resto de la población de este rincón de Argentina, aunque algunos todavía conservan algunas de sus costumbres, gastronomía y el idioma.
Pero la Patagonia no se acaba ahí. Siguiendo por la Ruta Nacional 3, el inmenso paisaje nos lleva a Tierra de Fuego. Allí nos espera Ushuaia, el Fin del Mundo y la historia del capitán del Beagle, Robert Fitz Roy, que llevó a un jovencísimo Charles Darwin en su primera misión científica.
Presintiendo los 40 rugientes en el mítico y cercano Cabo de Hornos, y virando hacia la maravilla que nos ofrecen los glaciares en Calafate, no podemos hacer otra cosa que reflexionar.
«estas inmensidades perfectas que nos devuelven siempre a la verdadera dimensión de nuestra pequeñez, nuestra brevedad y nuestra infinitesimal importancia«-dice Mempo Giardinelli.