Me atrevo a afirmar que la máxima aspiración de un escritor es captar la atención de un lector apasionado, que apriete fuertemente su libro y no lo deje escapar hasta que la última de sus páginas haya pasado por su retina. Y eso, además, teniendo en cuenta que ese adicto a las palabras habrá dejado a un lado la pantalla subyugante de 60 pulgadas que invade su casa o un teléfono móvil que no deja de soltarle sinuosas invitaciones. Y si, es verdad, leer, lo que se dice leer, siempre leemos, aunque solo sea el número del botón que tenemos que apretar para subir en ascensor al septimo piso de nuestra casa.
El último Barco, de Domingo Villlar, tiene más de 700 páginas, que le han costado más de 10 años escribir. Se hizo esperar la tercera novela de Leo Caldas y finalmente llegó, sentado en el asiento del copiloto de un coche oficial de la policía de Vigo, con la ventanilla medio bajada para no marearse. El barco también lo deja fuera de juego, pero ahí lo tenemos, sentado en la cubierta del vapor que recorre la Ría.
Tras el éxito de la Playa de los ahogados Domingo Villar no se dejó arrastrar por las prisas. Se tomó su tiempo para elaborar una historia llena de sentimiento y nostalgia, especialmente hacia la ciudad que lo vio nacer. Eran muchas las expectativas para enfrentarse a la tercera entrega protagonizada por el inspector Caldas, aunque no se trata de una trilogía -ha dicho Domigo Villar- y ha creado un personaje nítido y real, como aquellos que vemos por la calle pensando en sus cosas.
El mar y las mariscadoras, el mar y las olas que se baten contra unas rocas negras, el mar y una una costa salvaje herida también por el monstruo que costruye sin medida. El último barco es algo más que la investigación de una desaparición, la de la hija del prestigioso Dr. Andrade, profesora de cerámica en la escuela de artes y oficios. Es una novela sobre la vida, la que camina por la calle, la que se decepciona y la que busca alguna sencilla recompensa al finalizar el día.