Siempre volvemos al lugar en el que fuimos felices

Volvemos a los lugares en los que fuimos felices, y nos enfrentamos a los demonios que nos han retenido durante tanto tiempo alejándonos de ese lugar mágico. En agosto del año pasado volví a Grecia. Ahora no creo que pueda hacerlo. Las amenazas invisibles de un virus nos mantienen en vilo en el mismo lugar en el que experimentamos todas nuestras vivencias cotidianas. De todas maneras, no tenemos que darlo todo por perdido y me propongo vivir el aroma de esos veranos que tanto me inspiraron. Grecia y sus conjuras, sus dioses. Una historia que ha diseminado por todo el mundo el recuerdo de las piedras milenarias y sus brocados.

Una tarde de aquel agosto del 2019 disfrutaba del sol envuelta en los sonidos cadenciosos de una pieza de jazz. Al mismo tiempo, observaba atónita la isla de Itaca desde mi atalaya, en una colina encima del puerto de Pouros, en Kefalonia. Reposaba bajo una pérgola en el patio de la casa de Vasili, en la que los gatos deambulaban a sus anchas. Es una particularidad de la isla, los gatos; como el nogal, que dejaba caer sus ramas cargadas de frutos aún verdes, o el sabor de un Robola blanco, delicioso, que recordaba los aromas de las viñas criadas bajo el sol abrasador, en la ladera de Lacokomatia.

La noche anterior había asistido a una fiesta en la plaza mayor de Tzanata. El baile de los espontáneos vecinos del pueblo se desarrollaba animado por los músicos: el Oudi y el violín sonaban como crepitaciones de una melodía sin fin. Los jóvenes, los no tan jóvenes, los muy viejos y sus nietos: niños exultantes ante la sencilla belleza de la danza melancólica de siempre y siempre nueva. Vestidos de colores y camisas blancas. Y el perfume del atardecer.

Las tardes y sus promesas. Como las de Atenas dos días antes. Había terminado de leer Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides en la habitación de un hotel confortable, situado en la plaza Sintagma. Desde el espacioso balcón observaba el Parlamento, junto al hermoso Jardín Nacional. Y a lo lejos, la colina Licabeto. Con esas vistas ante mis ojos, me resultaba muy fácil entender al viejo Kallifatides y su decisión de volver a Grecia. El escritor había publicado durante toda su vida en lengua sueca y, a los 70 años, cuando ya había decidido dejar de escribir, volvió a sus orígenes, a callejear por el mundo de su infancia y su juventud. «Los griegos siempre se definen como griegos para justificarlo todo» -dice. Tal vez por eso se marchó, para no conformarse con lo inevitable. » A los 25 años, cuando me pregunté como viviría mi vida la respuesta fue: yéndome. A los setenta y siete la pregunta volvió: ¿Cómo viviría la vida que me quedaba? Y la respuesta era cada vez con más frecuencia: volviendo». Leía estas palabras en el conmovedor libro de Kallifatides y las absorbía con placer mientras me preparaba para salir a cenar por el barrio de Plaka: berenjenas fritas y calamares después de la indiscutible ensalada griega y su aroma de albahaca. La tarde era cálida y estaba previsto subir a la Akropolis, una vez más. Siempre soy feliz en este lugar: las piedras, el sol del verano, la bulliciosa ciudad blanca a los pies.

«Y de pronto te llega el susurro de las moreras de la plaza Gyzi en Atenas» -leo en Otra vida por vivir.

 

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